Argentina, Chile y la oportunidad para una alianza: quién se beneficia realmente de los conflictos regionales

Históricamente, las potencias extracontinentales han operado en la región con la lógica “dividir para dominar”. Las disputas entre ambos países se deben a una estrategia diseñada desde fuera y ejecutada por marionetas adentro.

Argentina y Chile tienen intereses contrarios respecto a las Islas Malvinas.
Argentina y Chile tienen intereses contrarios respecto a las Islas Malvinas. Foto: Unsplash.

El mundo atraviesa un proceso de redefinición. Las fronteras que conocimos, muchas de ellas impuestas durante el siglo XIX por potencias coloniales, ya no se corresponden con los desafíos del presente. En América del Sur, este rediseño no es solo deseable: es urgente. La región enfrenta un dilema central en el siglo XXI: permanecer fragmentada bajo una lógica impulsada desde el exterior -con complicidades internas-, o integrarse estratégicamente en un mundo que tiende a la consolidación de bloques continentales.

Históricamente, las potencias extracontinentales han operado en América con una lógica clara: dividir para dominar. El trazado de fronteras artificiales, la creación de Estados tapón, la instalación de enclaves coloniales, la generación de conflictos internos o bilaterales, todo respondió —y responde— a ese principio. Lo que ocurrió en África y Medio Oriente con las divisiones tribales forzadas, también se repitió en el sur del continente americano.

Las disputas entre Argentina y Chile, por ejemplo, no fueron producto de una diferencia ontológica entre los pueblos, sino de una estrategia diseñada desde fuera y ejecutada por marionetas adentro. La frontera más extensa del continente separa a dos naciones que comparten idioma, historia, religión, y un origen común en las luchas independentistas. San Martín y O’Higgins combatieron juntos; sin embargo, en 1978 ambos países estuvieron al borde de una guerra. ¿Quién se benefició de ese conflicto latente? ¿A quién le sirve que el Atlántico y el Pacífico siguieron siendo controlados por Estados separados, incapaces de coordinar una estrategia común?

Javier Milei y José Antonio Kast presidente de Chile
El presidente electo de Chile se reunió con Milei en Casa Rosada. Foto: Prensa Gobierno

El caso del Río de la Plata es similar. La creación de Uruguay como Estado independiente, separando a Argentina de Brasil, fue una forma de garantizar que ninguna de las dos potencias regionales dominara ambos márgenes del estuario. Las consecuencias geopolíticas de esa decisión se arrastran hasta el presente.

Frente a este diagnóstico, aparece la necesidad de repensar las alianzas y los vínculos internacionales. Hoy, América del Sur está atravesada por la injerencia de dos grandes actores extracontinentales: China y Europa. China ha desplegado una estrategia basada en inversiones, infraestructura, compra de materias primas y acuerdos bilaterales difícilmente simétricos.

El discurso de las “economías complementarias” —tan frecuente entre los promotores del acercamiento a Beijing— reproduce la vieja lógica colonial. La complementariedad, en estos términos, implica que los países sudamericanos exporten recursos primarios e importen manufacturas, manteniendo una balanza comercial estructuralmente deficitaria. En el caso argentino, el déficit comercial anual con China ronda los 6.000 millones de dólares. En cambio, Brasil, con una economía más industrializada y mejor posicionada en el Mercosur, mantiene un superávit con China de más de 35.000 millones. Esa diferencia lo convierte, a los ojos chinos, en un socio estratégico real.

Europa, por su parte, no ha abandonado su lógica de enclave. Gran Bretaña continúa operando militarmente en el Atlántico Sur, mientras España participa activamente en la depredación pesquera en esa misma zona, en colaboración con los ocupantes ilegítimos de Malvinas. No es casual que barcos chinos (de un lado y otro del estrecho) y europeos paguen regalías a los kelpers para operar en aguas argentinas sin autorización de Buenos Aires.

Buque pesquero chino, REUTERS
Buque pesquero chino, REUTERS

En este escenario, Estados Unidos ha retomado con fuerza su interés por el continente. La presencia de flotas navales, las visitas diplomáticas, los acuerdos en defensa y, sobre todo, los apoyos financieros a ciertos países sudamericanos dan cuenta de una reactivación de la Doctrina Monroe, ahora formulada como el “corolario Trump”. En ese documento reciente, Washington recupera una noción estratégica clave: potencias no hemisféricas. Y define su política exterior en función de ese principio.

La lógica es clara: Estados Unidos no está dispuesto a ceder su hemisferio. Puede debatirse si se retira del resto del mundo, si reconfigura su rol global o si redefine sus prioridades. Pero lo que no está en discusión es que no entregará América. Ni a Europa. Ni a China.

En este marco, Argentina ha comenzado a alinearse con Estados Unidos, y los efectos ya se perciben. La ayuda financiera reciente permitió al gobierno evitar una crisis de deuda inminente. El rearme progresivo de las Fuerzas Armadas argentinas, con equipamiento provisto por Washington, marca un cambio de época. La alianza, esta vez, parece generar beneficios tangibles. Las críticas a la calidad del armamento, aunque entendibles, parecen obviar que la decisión de comprar Stryker y F16 es, primero, una decisión geopolítica. Si la tecnología es o no la última disponible es en última instancia secundario.

Javier Milei en la presentación de los cazas F-16. Foto: Presidencia de la Nación.

Este giro no debe interpretarse como una subordinación automática, sino como una opción geopolítica con racionalidad estratégica. Lo que está en juego no es un debate ideológico —ni izquierda ni derecha—, sino el lugar que ocupará América del Sur en el nuevo orden mundial. En ese orden, la disputa ya no es entre modelos de desarrollo, sino entre bloques continentales. Y cada país debe decidir a qué bloque quiere pertenecer.

El problema no es comerciar con China. Todos los países del mundo lo hacen. El problema es entregar los recursos, hipotecar la soberanía, renunciar al control de los pasos, rutas y nodos logísticos. No es lo mismo exportar trigo que vender los campos. No es lo mismo vender carne que entregar el sistema ferroviario que la transporta.

En definitiva: controlar el comercio no es lo mismo que facilitarlo. Lo que está en juego es quién traza los caminos, quién fija los términos, quién establece las reglas. En Sudamérica, los pasos interoceánicos —como el proyecto ferroviario entre Brasil y Perú, o entre Chile y Argentina— deben pensarse desde una lógica continental. No se trata de impedir que los productos fluyan, sino de decidir quién controla ese flujo. ¿Será el eje Brasil–China, ¿o será el continente americano con una nueva estrategia hemisférica?

Finalmente, queda un punto fundamental: la ideología como herramienta de la geopolítica. A lo largo del siglo XX, tanto la izquierda como la derecha han sido utilizadas para justificar agendas estratégicas extranjeras. La guerra fría, las dictaduras, las revoluciones, los nacionalismos extremos, todos han sido funcionales —en distintos momentos— a potencias que necesitaban fragmentar a los países del continente. A veces con aliados conscientes. Otras, con “idiotas útiles”, como los llamó Lenin.

Hoy, el mundo se ordena en torno a dos grandes ejes: los bloques hemisféricos y las potencias extracontinentales. América del Sur debe decidir si continúa operando bajo las reglas impuestas desde fuera, o si avanza en la construcción de una nueva arquitectura geopolítica. Una arquitectura que no reniegue del comercio, pero que priorice el control. Que no rechace el vínculo con otras potencias, pero que no olvide su pertenencia a un continente con historia y destino común.

La independencia fue un proyecto de unidad. La fragmentación fue obra del colonialismo. Tal vez haya llegado el momento de volver al origen.